Yo he nacido y vivido siempre en Zaragoza; así que he visto cómo se ha transformado esta ciudad desde los descampados del Actur hasta la masificación actual, sin parque ninguno, eran tiempos de especulación urbana tal alejada de las políticas actuales de grandes ciudades como París, Londres que quieren tener un 30% de zonas verdes hasta la remodelación del puente Piedra y la construcción de nuevos puentes; la peatonización de la calle Alfonso y otras; el nuevo diseño de la plaza del Pilar y la desaparición del barquillero que ocupaba una esquina de la misma al que mis padres siempre nos compraban una bolsa de barquillos que no llegaban enteros a casa; los desaparecidos almacenes Gay con el sonriente Don Julio y su canotier que anunciaba las rebajas de verano; los también desaparecidos Galerías Preciados, Sepu o esa pequeña tienda en San Vicente de Paúl donde mi madre elegía la tela y subías unas escaleras laterales donde te tomaban medidas y te hacían unos vestidos preciosos (de hecho la actual dependienta me hablaba ante mis recuerdos de infancia que conoció al matrimonio que regentó esta tienda de confección y me explicó que las escaleras ahora estaban escondidas y el taller oculto bajo un falso techo). En fin, tantos recuerdos que se agolparon a mi mente, como la magdalena de Proust, hace unas semanas en el intermedio de esa película, tan actual y clásica, como es “The Brutalist”.
Vengo de una familia cinéfila, por fortuna, y desde niña los cines formaron parte de mis primeros recuerdos. Desde el desaparecido cine Norte donde los críos íbamos al tenerlo tan cerca de nuestro colegio o el cine Pax o cómo los críos del barrio íbamos juntos en bandada sin nuestros padres a ver diferentes películas en el centro.
Al estar ahí sentada en el cine Palafox, como hice tantas veces en mi niñez, recordé cómo ha cambiado la forma de ver cine y cómo han desaparecido cine míticos de Zaragoza. El cine Fleta con aquel acceso que daba paso al gran vestíbulo y escaleras y aquellas máscaras a los lados de la pantalla que tanto me gustaban de niña; el maravilloso Eliseos que cada vez que paso ni lo miro porque me da pena en qué se ha convertido; el desaparecido Coliseo Equitativa; los cines Rex, asimilados por Palafox actualmente; los gemelos Cervantes y Quijote tan cercanos uno de otro y con destinos tan diferentes, tan sólo uno de ellos sobrevive; los cines Aragón y los Goya... quienes sean de Zaragoza, sabrán de qué hablo y de cómo poco a poco han ido desapareciendo las salas de cine.
Recuerdo con añoranza y cariño, no soy melancólica, las tardes de domingo. Era ese día, cuando íbamos al cine junto a amigos de mis padres desde la infancia y que se buscaron la vida fuera de su pueblo como lo hizo mi padre siendo un adolescente o mi madre con veintipocos años o tantos otros que rememoraban en las sobremesas dominicales dando cuenta de que unos se habían ido hacia Navarra, otros a Barcelona y los que más hacia Zaragoza.
Eran domingos de alegría, de ilusión por prepararte para ir al cine con tiempo para coger las entradas en buena posición y tomar algo en alguna cafetería cercana y luego comentar esto y aquello de la película, porque los mayores conocían los avatares de todas las estrellas del celuloide y yo escuchaba embobada esto y aquello.
Porque el cine es vida y una que ha visto desde screwball comedies, musicales, cine mudo, cine de diferentes latitudes y que poseo una videoteca variada y selectiva puedo decir que es el mejor refugio que puede haber en este mundo caótico.
En definitiva, tanto cine por ver y tanto visto que, cuando veía The Brutalist en la sala 4 del Palafox que guarda la esencia de lo que fue, las otras salas son impersonales, los recuerdos del pasado se agolparon y sólo pude agradecer al director, Brady Corbet, por hacer una película sin los mareantes movimientos de cámara que pareces estar en un vídeojuego, porque el bagaje cultural de los nuevos productores es el de no haber visto cine y sólo entienden de dinero creyendo que al nuevo público hay que darle un cine básico como la ropa barata y desechable para que las mentes estén aletargadas y no se tenga el sosiego de ver una historia contada con calma, con inteligencia, con crítica constructiva, no esa destructiva que pulula hoy en día y que remite a la zafiedad, a los vulgares de palabra que distorsionan la realidad ajena y no quieren asumir responsabilidad de sus acciones y palabras.
El cine es como la vida, bueno y malo, honorable y deshonroso y doy gracias a mis padres por haberme enseñado desde niña a ver cine y aún tengo la suerte de seguir haciéndolo con mi madre y reírnos con un Mastroiani y Loren en su “Matrimonio a la italiana” dirigidos por el gran Vittorio de Sica o maravillarnos de esa joya que es “La hija de Ryan” de David Lean que tanto gusta a mi madre o soltar carcajadas con la infalible actriz francesa Isabelle Huppert que interpreta con somarda aragonesa ese papel tragicómico en “Mamá María”.
Ya lo dijo Aute, más cine por favor.