Si algo marcará nuestro futuro más cercano tras la pandemia será el intento de romper con el pasado, o mejor dicho, “contra” el pasado. Es inevitable sospechar que aunque todo está circulando por cauces pacíficos al menos durante este 2020 que acaba e inicio del 2021 que avanza titubeante, en algún momento además de soluciones se destapará la válvula de escape, no sabemos bien todavía de qué manera. Más en unos países que en otros, según el grado de satisfacción o dolor social que hayan sufrido en este periodo de pandemia.
Y digo necesario porque de lo que se trata es de que no explote, sino de que se escape la presión de una forma controlada. Aunque haga ruido como una olla rápida, e incluso asuste la escena mientras contemplamos como se llena de vapor de agua el recinto. Si no dejamos salir el vapor contenido, puede explotar el acero y herirnos en la cara los trozos descontrolados de la explosión.
Por eso la válvula de escape tiene que marcarnos un enemigo, y ese será el pasado. No sabemos si el pasado de un año atrás o el de 20 años atrás. Lo contemplaremos mientras nos asustamos.
Esta pandemia es sin duda el punto de arranque de una rebelión callada o no contra lo que podríamos llamar “Sistema” y que no es otra cosa que las formas de vivir en la actualidad. Muy distintas si eres africano de Mauritania, americano de Colombia, europeo de Suiza o un ciudadano de Laos.
Hay una crisis soterrada de evolución humana, de entender de otra manera la realidad tan distinta entre personas, entre animales de la misma raza de mamíferos inteligentes, que buscan como es lógico una uniformidad de posibilidades mucho menos distinta.
Podemos ser de diferente religión o de distinto color de piel, pero queremos tener los mismos derechos y las mismas obligaciones, la misma justicia y el mismo acceso digno a la vida.
Pero también está claro que no todos los seres humanos se van a dejar impregnar por los cambios de la misma manera. Y por eso está seguro que será inevitable una guerra de conceptos humanos.
Esto supondrá una globalización de las razas, de las culturas, de las formas. Y en apariencia —aunque esto no nos guste— es muy fácil que suceda. Amparado también por la actual pandemia si las soluciones no son encerrarse en uno mismo como país.
La globalización de las calles, de los locales, de las personas, de los deseos de romper con el pasado, no van a representar una diversidad mayor, sino una homogeneización más contundente.
Tras la II Guerra Mundial quedó claro en todos los Gobiernos del Mundo que éramos capaces de autodestruirnos entre nosotros mismos. Pues el primer momento de la historia de la Humanidad en que asumimos nuestra capacidad de poder matarnos como raza, de poder destruir todo el Planeta.
El COVID nos ha mostrado que “algo” nos convierte a todos iguales, débiles, enfermos, sin control, pobres.
Romper con el pasado podría suponer abrazar un nuevo futuro, pero también podría suponer abrazar un pasado más remoto que el actual. Y en eso es donde tenemos el peligro la sociedad actual.
Esa histórica Edad Media que vino por vacío de poder más que por otro motivo claro…, aportó muy poco a la humanidad aunque duró… 1.000 años.
Estamos en este 2021, entrando pues en la Tercera Década del Siglo XXI, en ese momento histórico de poder decidir si somos capaces de saberlo hacer mejor, para respondernos qué queremos hacer con el futuro, una vez que ya hemos decidido romper con el pasado.
Muchos de nosotros es posible que no deseemos romper con nada pues nos va —como civilización— entre bien y muy bien, pero hay muchos otros a los que hemos dejado orillados —o no hemos atendido con la urgencia que ellos esperaban de nosotros—, que no piensan lo mismo que la parte del mundo occidental a la que le va entre regular y bien, y que desean romper totalmente con ese pasado, el mismo que incluso hoy los privilegiados entre la mayoría admitiríamos como mal menor.
Cuando a mitad de la década de los años 50 los EEUU se convirtieron en la Primera Potencia Mundial, con un cambio claro en sus maneras de entender las economías productivas, asistimos a la clarificación de quien había ganado la guerra, esa II Guerra Mundial que había acabado en teoría en el año 1945. Pero tuvieron que pasara 10 años para que los resultados de aquella victoria de los EEUU sobre todos los demás, lo admitieran o no, se dejara notar sobre las formas de dominar, de construir cultura y maneras.
Ese concepto fue una ruptura con el pasado, una revolución en el concepto del beneficio, de la economía, del dinero, que rompía con el concepto de que cuanto más trigo se plantara, más rico era un país. Ya no había que plantar trigo para tener mucho trigo y muy barato.
Este concepto de cambio brutal aunque no lo parezca, se multiplicó enseguida en una globalización de los años 50/60 del siglo XX, y también en esa globalización se tomaron posiciones estratégicas en el cambio para no perder protagonismo en todo el mundo. Si era bueno vender CocaCola, había que controlar la fabricación en la misma zona en donde se vendía. Y el dueño de la CocaCola controlaba y controla desde su mesa en Atlanta o en Delaware lo que se fabrica en Madrid o en Londres, marca el precio, el diseño, el tamaño del envase.
El resto del mundo es “libre” para decidir cuántas CocaColas se bebe al año. Eso es globalización a la que podemos llamar negativa o positiva, pues es ambas cosas. Y contra esa globalización no se puede pelear desde abajo. Si acaso podría suceder que los dueños de la CocaCola se descubrieran un día como NO americanos. Pero poca más ruptura que esa es posible… de momento.