Envolvía los sentimientos de cristal duro, transparente pero inflexible, que ofrecía a los que vagaban junto a él, una visión mentirosa porque dentro se escondía una piedra áspera y ruda.
Cuando quiso cambiar la coraza por papel de regalo, se le rasgó el gesto y ya no pudo envolverse en la recogida.
Se quedó sin peto y descubrió la felicidad. Quedó a la intemperie pero libre.
Lancé suavemente la mirada hacia la muñeca de Ana, en busca de la hora, porque me parecía de muy mal gusto adivinar cuántos minutos habían transcurrido. Enseguida cambié la mirada.
Llevaba una pulsera muy fina de hilos entrelazados que sólo me ayudo a comprender más su suavidad, su dulzura a través de su piel de amor. Seguía hablando y me parecía recibir su palabra como envuelta en un velo de caramelo. No la lograba escuchar.
No existe el tiempo, abro la boca y tomo sus palabras dulces para degustarlas en mi felicidad sorda. Era la hora de despedirme. Cerré los ojos cuando vino la enfermera a llevarse mi camilla.