Esa mezcla de violencia verbal en aumento que nos convence de que es posible creer en la violencia como herramienta; unido a la facilidad creciente para comprar armas de fuego automáticas o de larga distancia, y a veces una falta de seguridad en las calles producto de una baja inversión humana y de unas justicias entorpecedoras, hacen que sea creciente el papel de las violencias entre la sociedad occidental.
Este fin de semana ha sido un atentado fallido contra Donald Trump, pero también media docena de asesinatos machistas en España en un par de días, o 100 muertos en Gaza en un ataque militar contra un campamento civil de refugiados.
Mientras llenamos los telediarios de asesinados en Gaza, Ucrania, los EEUU o las calles de España, nos vamos acostumbrando —si somos imbéciles y anormales—, a que la violencia máxima no solo es posible sino positiva para resolver no se sabe qué.
Socialmente hay que trabajar estas sensaciones, debemos rebajar todos las violencias de todo tipo y aprender a consumir la frustración en dosis mínimas y aceptables, olvidándonos de alguna manera de las soluciones fáciles y rápidas.
Es esto, o es el crecimiento incontrolado de la idiotez mental que nos lleva al empobrecimiento social. Es imposible parar los asesinatos, pero sí es posible gestionarlos de otra manera y sobre todo antes, para que sean un espectáculo mucho menor y menos vendible.