He dudado sobre si debía escribir o no sobre el Día del Orgullo, si mostrar mi opinión al respecto o simplemente callarme como hago siempre. Por mi ya excesiva edad es más complicado opinar sobre algo que lleva siglos existiendo pero que es desde no hace tantos años, cuando ha surgido con fuerza para reclamar sus razones y sus espacios lógicos y naturales.
Los espacios y libertades de todos nosotros, mezclados, unidos, revueltos, elegidos con libertad.
Y posiblemente este sea el punto que más me cuesta admitir para impulsar a opinar o participar. Siempre he creído que no era necesario reivindicar lo normal, aunque sé pues no soy tonto, que es a veces muy complicado que se respete lo que debería ser admitido con suma normalidad.
Otro muchos lo defenderán mejor que yo y con tremenda distancia. Pero si algo me impulsa a hablar hoy, es esa enfermedad mental que tienen algunos imbéciles para atacar las demostraciones de libertad de otras personas.
Son torpes pues no saben que estas aptitudes tienen siempre un precio en su contra. Y todos nosotros somos también algo torpes, pues aunque admitiendo que todavía queda mucho que afianzar los derechos para que no tengan vuelta atrás, son infinidad los países y las sociedad que necesitan nuestro apoyo más decidido.
Los primeros contactos con la homosexualidad los tuve muy joven. Contactos siempre con personas que entendían sus relaciones personales de una manera diferente a la mía. Mi trabajo muy cercano a ciertos oficios ayudaba a tener una relación de lo más habitual desde 1970. Jodo, cuantos años ya. Eran simplemente mis compañeros de trabajo.
Desde esa normalidad siempre me ha costado hacer reflexiones que me lleven a defender lo que considero habitual si cada personas es respetada y tiene la libertada para elegir. Y aunque sigo teniendo relación con algunos de ellos, nunca hablo de esos temas con casi nadie, por la naturalidad de casi 60 años trabajando con ellos. No son diferentes y me cuesta hablar de lo que otros creen que es alguna diferencia.
Mi primer dolor con la homosexualidad la tuve en una muerte violenta que la propia policía calló o disfrazó y que solo mi jefe supo entender, pues a los demás se nos mintió puede que incluso por miedo. Era un compañero de trabajo, que falleció en una comisaría no sé si de Bilbao o de Zaragoza, y que vivía en una pensión del Barrio Ciudad Jardín de Zaragoza.
Yo acudí a recoger sus pertenencias en una maleta pequeña, por encargo de mi entonces jefe, y sé que todo lo que allí se escondía eran mentiras y dramas. No se me olvida ni su cara, ni sus relaciones con muchos de nosotros a la hora de irnos a tomar unas cervezas, o sus claramente comentarios de algunas noches en la última planta del entonces Hotel Don Yo de Zaragoza.
Por él, seguro que por su recuerdo, callarse es verdad, es una mala opción, en estos tiempos raros y violentos de idiotas crecidos.