Si pudiéramos hablar hoy con alguna persona que fuera adulta en el año 1922 le preguntaríamos cómo veían ellos esos años 20, recién salidos de una I Guerra Mundial, donde todo parecía alegría y gozo, la URSS se afianzaba y los EEUU crecían hacia una felicidad que triunfaba incluso entre los banqueros que se hundieron siete años después, y aunque los camisas negras fascistas empezaban a crecer alarmantemente en Italia y Hitler se empezaba a apoderarse democráticamente de Alemania. Nada nuevo, pues los descubrimientos eran ilusionantes como el de la insulina.
Nadie podía imaginarse qué sería de ese mismo mundo en el año 1999, al acabar ese siglo XX. Y la realidad es que entre 1922 y 1999 pasaron tantas cosas que el mundo no se parecía en nada. Bueno, sí, seguían existiendo las guerras que no pararon en todo el siglo XX y se seguían muriendo miles de niños de hambre. Pero el mundo era totalmente diferente.
Partimos de un número de comodidades —quien la tiene— y de grandes inventos sobre todo en comunicaciones, que nos impide imaginarnos un mundo diferente y mejor. Los que nos ponemos a pensar creemos hoy que ya nada puede cambiar a mejor. Por eso muchas veces creemos que todo irá a peor. Caemos en el negativismo, posiblemente, por un exceso de positivismo callado, admitido sin decir.
En los años 20 las chicas bailaban en los cabaret, eran los “Dorados” los “Locos” los “Felices” años 20 que acabaron en bancarrota. El sexo se empezaba a plantear con luz y las comidas eran diferentes, alegres, llenas de licores y de alegrías. No había televisión, internet, teléfonos en el bolsillo o coches asequibles a todo el mundo. Pero nadie lo pedía pues tampoco se lo imaginaban.
Tampoco ahora en el año 2022 sabemos qué pedirle a la vida pues no somos capaces de imaginarnos en qué se nos convertirá este mundo en su camino hacia el 2099. No somos capaces de imaginarlo pues no estamos conformados para ver muy a largo plazo, si acaso a corto, y desde esas nuevas posiciones seguir avanzando paso a paso.
De hecho no somos capaces de imaginarnos si en el 2030 —solo a siete años de distancia— habremos vencido la pandemia, qué lugares en el mundo estarán en guerra, qué avances en Sanidad habremos logrado, qué habrá pasado con el inmigración desde la pobreza hacia la vida normal, si el coche será ya eléctrico o de hidrógeno o de carbón vegetal.
Como somos incapaces de pensar a siete años vista, o al menos, de medio asegurar nada de lo que puede suceder, simplemente tenemos que ir caminando, construyendo con los ladrillos que cada día vamos encontrando en el camino, comportándonos como animales que a veces utilizamos la razón de supervivencia empleando todas las herramientas que ya hemos ido recogiendo en estos siglos.
Cuando a principios del año 2020 se nos dijo que teníamos que quedarnos en casa, sin salir lo aceptamos sin rechistar. Lógico. No se nos dijo que teníamos que saber que se nos morirían nuestros padres y abuelos en las Residencias sin podernos despedir, sin poder ir al entierro mas que de dos en dos, sin que ellos pudieran ser asistidos en un hospital aunque hubieran cotizado 50 años de su vida laboral lo aceptamos.
Nuestra capacidad de adaptación, de aceptación incuso, seamos españoles o indios, chilenos o argelinos, es tremenda y muy similar. Pensamos que no hay otra que obedecer y aceptar, incluso pensamos que lo más cómodo es hacer caso al que nos gestiona como ciudadanos. Y callamos y apretamos los dientes.
Uno de los grandes retos en el mundo occidental y debería referirme a España como ejemplo, es saber en qué punto se irá transformando los Servicios Públicos actuales en su camino hacia el 2099.
Y esas diferencias entre la necesidad y lo que queremos hacer para que se mantengan, se nota claramente en estos años de la década 20 del siglo XXI. Nos quejamos de esos Servicios Públicos, pero no hacemos nada para reflexionar sobre las reformas que debemos realizar para que puedan seguir existiendo. No hemos llegado ni tan siquiera a la fase dentro de esa reflexión, de que algunos cambios necesarios son muy profundos.
Podría hablar de la Justicia, de la Seguridad, de la Sanidad o de la Educación, pero también de la Democracia, de la Participación, de la Igualdad o de la Sostenibilidad del actual planteamiento social. De la Desigualdad o de la Globalización Positiva y de la Globalización Negativa.
Todos estos adjetivos o planteamientos de realidades que necesitan reformas profundas, son a veces tan sumamente complejos y es tan poca la capacidad del mundo para querer analizar el reto de modificarlos, que se prefiere optar por dejarlos quietos y esperar sus evoluciones.
No sabría decir cuántos siglos llevamos dentro de guerras que se solapan. A veces nos confundimos para tranquilizarnos, diciéndonos que llevamos equis décadas sin guerras. Es mentira.
De las 136 guerras de diferente tipo y duración que hubo en todo el siglo XX, solo durante parte de los años 1924 y 1925 no hubo una guerra declarada, durante el resto de los otros 98 años había guerras en alguna parte del mundo.
El ser humano necesita las guerras para moverse y avanzar, para transformarse, para cambiar, para tomar posiciones estratégicas que hace que manden unos y tengan que obedecer otros. Esto es un horror, pero es así desde hace siglos, por no querer irme más atrás.
Una guerra es matar, es debilitar, es conseguir territorio, pero sobre todo es imponer normas e ideas, culturas y modos de vida. Nadie (casi) hace una guerra para quedarse una península o un país, todos (casi) las hacen para convertir ese espacio conquistado a su modo de vida, a sus normas, y junto a ese espacio geográfico a sus gentes. Y junto a sus gentes, a sus economías productivas y de consumo.
Desde este 2022 al 2099 nos (os) quedan 77 años por delante para transformar el mundo no sabemos hoy hacia qué. Dependerá de vosotros. Y también dependerá de vosotros saber en qué lugares se producirán las próximas 70 guerras, quién las ganará y quién las perderá. Podríamos ponerle lazos a este reflexión, pintarla de rosa o de colores pasteles, pero será inevitables.
Os esperan antes de acabar este siglo, que lo verán terminar los niños que hoy están naciendo, unas entre 70 y 100 guerras importantes por Cultura, Religión o Economía.