Siempre me gustaron los gestos anónimos, silentes y pausados que son más rebeldes que los gritos, manifestaciones puntuales y ¿ganas de vanidad? de los grandes defensores de proclamas que, al fin y al cabo, siempre se sustentan en ansias, más o menos disimuladas, de poder y ostentación. Pero retomemos, sin entrar en discusiones sobre qué es el poder, quién lo enarbola, cómo afecta al resto de la población y si, en definitiva, todo es un eterno retorno nietzcheniano que nace y renace con sus virtudes y defectos, la idea inicial: esos pequeños gestos como pequeños tesoros de tozudez y dignidad.
Estos dos últimos conceptos son los que tenía el carpintero que se enfrentó de manera silenciosa al poder franquista de esta España mía, como diría Cecilia, y el lugar donde ocurrió este milagro ateo, se me permitirá la contradicción, es en Huesca. A priori, muchos dirán: ¿cómo pudo un simple carpintero derrocar durante años al poder omnipotente y opresivo del clero y el ejército franquista? Pues, precisamente, a través de un pequeño símbolo tallado en madera con mimo e intuyo que con lágrimas de rabia, coraje y amor.
El carpintero no era José. Dije que se obraba un milagro ateo, pero no que la que escribe estas líneas se extasié como si fuera Pitita Ridruejo.
El carpintero es un ser anónimo del que seguro no querría que su nombre se supiera. Vale su gesto. Ya lo dijo Cervantes a través de su inmortal Quijote: Dad crédito a las obras y no a las palabras.
Este gesto, esta obra de rebeldía se halla en el Santuario de San Úrbez. En su iglesia de muros de piedra, que han visto desfilar tanto la pompa como la humildad, la penitencia sincera como el perdón hipócrita, esconde, de manera silenciosa y anónima, la rebeldía de un leal carpintero que, homenajeando y rindiendo tributo a la muerte violenta e injusta de Ramón Acín y su mujer, talló una pajarita de madera y la colocó en uno de los retablos con un sencillo tornillo de quita y pon.
Se ponía todo el año. Se quitaba cuando se celebraba alguna festividad y acudían demasiadas sotanas, medallas pomposas en pechos militares y trajes planchados con esmero de los que formaban parte de esa administración obediente y cobarde. Nunca una batalla ideológica tuvo tal triunfo; no solo durante aquellos cuarenta años de dictadura, sino actualmente. Ahí está la pajarita de madera colocada en un retablo de manera discreta, pasando desapercibida para los visitantes porque ¿los triunfos tienen que publicitarse?
Si alguna vez van al Santuario de San Úrbez, busquen la pajarita de Ramón Acín. Solo daré una pista. Diríjanse a la nave lateral izquierda. Observen sus retablos y, entre uno de ellos, descúbranla porque es el mejor ejemplo del triunfo ad extremum temporum sobre el fanatismo, la violencia, la mendacidad y la injusticia. Los de las medallas, sotanas, trajes impolutos son polvo y huesos olvidados. Por contra, Ramón Acín, con el gesto noble, tozudo y digno de un rebelde carpintero, se convierte en un ser inmortal en San Úrbez gracias a una pajarita atea y rebelde.
Olga Neri
Se ponía todo el año. Se quitaba cuando se celebraba alguna festividad y acudían demasiadas sotanas, medallas pomposas en pechos militares y trajes planchados con esmero de los que formaban parte de esa administración obediente y cobarde. Nunca una batalla ideológica tuvo tal triunfo; no solo durante aquellos cuarenta años de dictadura, sino actualmente. Ahí está la pajarita de madera colocada en un retablo de manera discreta, pasando desapercibida para los visitantes porque ¿los triunfos tienen que publicitarse?
Si alguna vez van al Santuario de San Úrbez, busquen la pajarita de Ramón Acín. Solo daré una pista. Diríjanse a la nave lateral izquierda. Observen sus retablos y, entre uno de ellos, descúbranla porque es el mejor ejemplo del triunfo ad extremum temporum sobre el fanatismo, la violencia, la mendacidad y la injusticia. Los de las medallas, sotanas, trajes impolutos son polvo y huesos olvidados. Por contra, Ramón Acín, con el gesto noble, tozudo y digno de un rebelde carpintero, se convierte en un ser inmortal en San Úrbez gracias a una pajarita atea y rebelde.
Olga Neri