La comunicación es sobre todo explicación, pedagogía desde el poder hacia los que tienen que entender para qué sirve lo que se hace, por qué no se hace de otra forma, por qué las velocidad son las que pueden ser.
Comunicar es hacerse entender.
En esta pandemia en España se ha tratado a los ciudadanos como a niños o adolescentes. Un exceso de "buenismo" ha prendido entre la equivocada comunicación, equivocando la profesionalidad de saber y querer comunicar.
El bichito nos ha puesto nerviosos y casi nos vence.
Empezamos mal con más militares que políticos o técnicos explicando el día a día. ¿Era necesario cometer ese error?
Continuamos con un exceso de comunicación como si comunicar se tratara de sumar apariciones en vez de aparecer menos pero con más chicha. No hay que comunicar más, hay que comunicar mejor, y sobre todo hay que comunicar sustancia.
A la sociedad se la ha tratado de una forma un tanto infantil, restándonos imágenes duras, lo que ha propiciado un cierto relativismo. Los números de fallecidos son eso: números. Las imágenes de ataúdes amontonados son ya otra cosa y no se llama morbo, se debería llamar: Prepararnos por si acaso hacia una desescalada con respeto.
Explicar mil veces que esta enfermedad no afecta a los niños ni a los jóvenes ha sido otro error. Siendo cierto, hay decenas de maneras distintas de hacerlo, para que la responsabilidad social siga ejerciendo su labor.
Algo similar sucedió con el uso de las mascarillas o del millón de multas en muy pocas semanas. O consentir que ciertos pueblos pusieran barricadas en las entradas de sus pueblos. O hablar de "los policías de balcón" mezclando multas con imprudencias, churras con merinas.
A quien se salta las normas lo mejor es premiarlo con una semana de trabajo voluntario en la UCI de un Gran Hospital. O al menos decirlo así aunque luego sea complejo decidirlo.
Hemos publicado excesivas normativas, a veces en barullo, con un mando único que no ha sido Mando. ¿Aprenderemos para la próxima? Seguro que sí.