Pertenezco a esa generación que ha visto a sus padres —de Cuarto de matrimonio— no parar en casa entre horas extras, horas de huerto y animales y también de bar.
Había un sujeto de la generación que me precede en Berdún, yesaire tremendo en su perfección pasando la llana, que contaba desde el viernes por la tarde las que pasaba en nuestros —entonces— tres bares. Y cuando llegaba a la cuarenta, afirmaba eufórico que había cumplido su jornada semanal. Solía ser el sábado por la tarde.
A otro de su generación, como broma con terrible fondo de certeza de la que siempre tiene la novelística checa, le intentamos gestionar en la San Miguel de Lérida una fiesta por haber alcanzado el millón de botellines. El problema logístico sería que en los 220 kilómetros que separan mi pueblo –terra oberta, Aragón de ponent- de la terra ferma se podía llegar a echar al coleto otros cuarenta.
Porque los bares en sus barras son esa aventura que queda cuando todos los planes fallan, me da dentera salir a coincidir a terrazas. Qué letra por hacer las ha loado… Están todas pendientes.
Son las barras las que reducen el número de separaciones, se utilizan para informarse de trabajos entre colegas del barrio, permiten una cata de los cinco vinos tintos aragoneses que debería tener todo establecimiento ídem.
Al calor del amor en un bar, barras de bar (vertederos de amor) y más birras. No bajo pedido y previa fabricación. Que nos da más igual la marca caliente de lo que parece.
Esa Zaragoza verde y holandesa siempre fue posible. Cogías la carretera del aeropuerto o la de Movera y toda la vida del señor esas franjas de cinco kilómetros regadas por el sudor de Pignatelli o de la corte árabe de la Aljafería de la Camarera y la Urdana, eran desde mayo Flandes.
Hoy todavía más. Jóvenes altos y apuestos de piernas torneadas no por su garbo sino por su constancia, incluso en combate férreo contra sus genes ibero-musulmanes, huellan, del verbo hollar, senderos de contracanales hasta Plaza.
También se llegan sin boquear hasta la Alfranca o juegan a golf en ese Parque del Agua digno en color de cierzo de la pintura de Vermeer y una maquineta les recoge las pelotas sin doblar la lomera.
Otros hay que cultivan huertos indie en los que tirarías de ajadica oyendo a Vetusta Morla, oye, y no a Pascuala Perié.
Yo sigo necesitando las barras porque soy de barra de bar de barrio. Nada, ni mucho menos la vida de qué familia, puede ahorrarme tanto dinero en psicotrópicos. Y hacerme viajar por los sabores de los ordios –cebadas- de todo el mundo.
Ni tú ni nadie, Fernando Simón, puede cambiarme. Es a quien no he visto en casa lo que he visto en ella.
07.06 Luis Iribarren.