En los primeros años de la Transición la sociedad española estaba claramente dividida entre los padres que habían vivido la guerra en carne propia o la posguerra del hambre y el miedo, y los hijos que conocían (o no) las referencias de una Europa democrática y ya sabían que el futuro era suyo y lo debían escribir sin esperar a sus padres y abuelos. Jóvenes que a partir de los 17 años ya salíamos a la calle a manifestarnos o a escuchar en festivales a los pocos adultos que explicaban lo que era la libertad.
Y ese miedo y enfrentamiento generacional larvado de los adultos con sus hijos les atenazaba, fueran de la clase social que fuera. Y siendo distinto el motivo, existía en muchísimas familias de trabajadores, de clases medias o de la burguesía conservadora y franquista.
Los padres no querían hablar de los años de guerra o de hambre o de falta de libertad. Y no deseaban volver a sufrir nada parecido, pues en su interior admitían que no sería posible una transición a la democracia de forma suave y pacífica. Incluso temían ser juzgados por su pasividad y su aceptación durante excesivos años de dictadura.
Cuando ya muerto Franco observaron que no sucedía nada que les exigiera tener más miedo, empezaron a pensar que sus hijos podían tener razón y les animaron o permanecieron en silencio, dejando que los acontecimientos fueran transcurriendo desde las nuevas generaciones.
Pero en el interior de las familias burguesas, franquistas o más atemperadas con remover los viejos fantasmas, existía ese grito de la viñeta.
“Edifica tu futuro, pero ojo, no nos toques el presente ni revuelvas el pasado”