Las puertas de los edificios las cerraba él mismo cuando entraba a la vigilancia de su zona de barrio, y llevaba encima todas las llaves para abrir a quien lo necesitara durante toda la noche, con el requerimiento de unas palmadas del vecino. Como su radio de trabajo era pequeño, unas cuantas calles del barrio, en plena noche las palmadas del vecino que necesitaba que le abrieran el portal las oía perfectamente y acudía a su petición. También llevaban, al menos en Zaragoza, una cayata de grueso calibre en algunos casos.
Abría la puerta y recibía una propina del vecino, se saludaban y de este forma tan tonta, se controlaba también a quien acudía tarde a casa y con qué pintas se llegaba. Su sueldo era municipal y en Navidad presentaba a todos los vecinos unas tarjetas de felicitación en busca de la propina añadida, pero esta función era muy normal también en los carteros, barrenderos o guardias de la circulación, según zonas de las ciudades.
El conocimiento de los barrios y de sus vecinos era perfecto para saber si eran ejemplares o raros, y utilizados por la policía para detectar actos no claros, según su particular visión del momento. Incluso hubo épocas que su certificado era necesario para obtener el certificado de buena conducta o el pasaporte. Y no hay que olvidar que además se dedicaban a controlar el orden público, por lo que las horas en las que estaban de servicio, los delitos contra la propiedad bajaban tremendamente.
Había grandes diferencias entre los diferentes serenos, pues no era igual una zona de un barrio comercial que una zona de barrio obrero. En las calles comerciales los dueños de las tiendas daban propinas generosas para que dieran rondas por los escaparates y vigilaran las cerraduras. Y eso suponía un complemento importante a su escaso sueldo. Tanto al inicio de la jornada como al final se reunían con sus capataces para pasarse novedades de la noche, o información de lo que tenían que vigilar con más atención en sus horas de trabajo.