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El falangista Herrero Tejedor había taraceado sabiamente la personalidad política de Adolfo Suárez. Le forjó como un arma.
Fernández Miranda sería el arquero entusiasta que iba a manejar tal arma, y cómo lo hizo el saduceo.
Un día entre los días, cuando creo recordar que ya todo estaba en marcha, Herrero murió un fin de semana en un accidente de carretera, arrollado el coche por un carro de mulas.
Algún ingenio de esta corte explicó que el carro de mulas iba a doscientos por hora.
Nunca se ha explicado bien aquel accidente, pero ya todo estaba en marcha, como digo, y Adolfo empezó a desplegar su personalidad de político fáctico y hombre con prestigios naturales.
Sus discursos cortados, secos, reiterativos, firmes, sonaban a cosa nueva frente a la floralia retórica de su origen falangista. Y, sobre todo, contrastaban con la llorandera de Arias Navarro, a quien el rey desterró en Torrelodones para regar flores.
Pero la Verdad es que cuando Juan Carlos sacó a Suárez de la terna que le había preparado Torcuato, todos escribimos artículos fatalistas y equivocados, glosando la elección como “inmenso error” que devolvía el Estado a la Falange.
Quiere decirse que no habíamos entendido los discursos previos de Suárez sobre asociaciones y esas pijadas, en los que temblaba ya, entre la fronda de las palabras, el acero mortal sobre el pecho condecorado del Movimiento.
El nombramiento había caído mal en la derecha y en la izquierda, pues que la Falange no era querida por nadie, ni querida ni creída por muchos falangistas, como lo prueba la facilidad con que Fernández Miranda les jubiló de la Historia, mientras los consejeros nacionales se aplaudían a sí mismos, sin saber lo que aplaudían.
Los que iban a morir saludaron al futuro, que en realidad era ya un presente.
Pero en cuanto Suárez empezó a hacer cosas por su cuenta, independizado ya de sus hadas madrinas de la recia Falange, hubo un retroceso de estupefacción en la gente.
¿Quién era ese hombre? Sabíamos de dónde venía, pero no sabíamos adónde iba, o nos costaba saberlo o creerlo, de tan bizarro.
Fernández Miranda sería el arquero entusiasta que iba a manejar tal arma, y cómo lo hizo el saduceo.
Un día entre los días, cuando creo recordar que ya todo estaba en marcha, Herrero murió un fin de semana en un accidente de carretera, arrollado el coche por un carro de mulas.
Algún ingenio de esta corte explicó que el carro de mulas iba a doscientos por hora.
Nunca se ha explicado bien aquel accidente, pero ya todo estaba en marcha, como digo, y Adolfo empezó a desplegar su personalidad de político fáctico y hombre con prestigios naturales.
Sus discursos cortados, secos, reiterativos, firmes, sonaban a cosa nueva frente a la floralia retórica de su origen falangista. Y, sobre todo, contrastaban con la llorandera de Arias Navarro, a quien el rey desterró en Torrelodones para regar flores.
Pero la Verdad es que cuando Juan Carlos sacó a Suárez de la terna que le había preparado Torcuato, todos escribimos artículos fatalistas y equivocados, glosando la elección como “inmenso error” que devolvía el Estado a la Falange.
Quiere decirse que no habíamos entendido los discursos previos de Suárez sobre asociaciones y esas pijadas, en los que temblaba ya, entre la fronda de las palabras, el acero mortal sobre el pecho condecorado del Movimiento.
El nombramiento había caído mal en la derecha y en la izquierda, pues que la Falange no era querida por nadie, ni querida ni creída por muchos falangistas, como lo prueba la facilidad con que Fernández Miranda les jubiló de la Historia, mientras los consejeros nacionales se aplaudían a sí mismos, sin saber lo que aplaudían.
Los que iban a morir saludaron al futuro, que en realidad era ya un presente.
Pero en cuanto Suárez empezó a hacer cosas por su cuenta, independizado ya de sus hadas madrinas de la recia Falange, hubo un retroceso de estupefacción en la gente.
¿Quién era ese hombre? Sabíamos de dónde venía, pero no sabíamos adónde iba, o nos costaba saberlo o creerlo, de tan bizarro.
Así, el día que legalizó el Partido Comunista, cenaba yo en Liria con Cayetana Alba, todavía sin jesuita al fondo, y me preguntó al costado del fuego, con su fingida ingenuidad tan sabia:
—¿Quieres decir, Paco, que en España vuelven a mandar los comunistas?
—No han mandado nunca, Cayetana. Lo que pasa es que Carrillo ha presentado un papel en una ventanilla, con una póliza, y se lo han aceptado.
El pretenso Areilza nunca hubiera legalizado al pecé, y sin eso no había más que una democracia convencional sin credibilidad en el mundo.
El pecé era la marca democrática y, por otra parte, los comunistas españoles, que parecían muchos y luego eran menos, tenían perfecto derecho a funcionar con su partido.
Años más tarde, Areilza quiso meterme en la Academia y se ha muerto sin lograrlo. Ya decía la Perona, o sea Evita, que el gallego no era para tanto, y le hacía esperar.
Suárez sabía que la legalización de la peluca le costaría muchos disgustos, aunque no sabía cuáles. Luego lo supo: amenaza de fusilamiento, cese y 23-F como fin de fiesta a cargo de los coros y danzas de la Guardia Civil con sus tricornios, que en la televisión sueca llamaban monteras.
Suárez, presidente progresista, bajaba al bar de las Cortes a tomarse un café rápido, aquel bar art-decó que se llevaría por delante el horterismo de los nuevos políticos.
Suárez me invitaba a un café en la barra y hablaba mirando a los ojos; entre su mirada y la mía, sonó su voz cordial, brillaba la ironía y el recuerdo de un artículo cruel que le hice en El País, recién elegido.
No había olvidado el artículo, pero yo ya le seguía en su peligrosa aventura (más que un programa tenía una aventura), y nos mirábamos sonrientes, observándonos, retándonos, mintiéndonos y admirándonos, yo a él, como si nos dijéramos:
—¡Ay!, qué putas somos, Umbral.
—¿Quieres decir, Paco, que en España vuelven a mandar los comunistas?
—No han mandado nunca, Cayetana. Lo que pasa es que Carrillo ha presentado un papel en una ventanilla, con una póliza, y se lo han aceptado.
El pretenso Areilza nunca hubiera legalizado al pecé, y sin eso no había más que una democracia convencional sin credibilidad en el mundo.
El pecé era la marca democrática y, por otra parte, los comunistas españoles, que parecían muchos y luego eran menos, tenían perfecto derecho a funcionar con su partido.
Años más tarde, Areilza quiso meterme en la Academia y se ha muerto sin lograrlo. Ya decía la Perona, o sea Evita, que el gallego no era para tanto, y le hacía esperar.
Suárez sabía que la legalización de la peluca le costaría muchos disgustos, aunque no sabía cuáles. Luego lo supo: amenaza de fusilamiento, cese y 23-F como fin de fiesta a cargo de los coros y danzas de la Guardia Civil con sus tricornios, que en la televisión sueca llamaban monteras.
Suárez, presidente progresista, bajaba al bar de las Cortes a tomarse un café rápido, aquel bar art-decó que se llevaría por delante el horterismo de los nuevos políticos.
Suárez me invitaba a un café en la barra y hablaba mirando a los ojos; entre su mirada y la mía, sonó su voz cordial, brillaba la ironía y el recuerdo de un artículo cruel que le hice en El País, recién elegido.
No había olvidado el artículo, pero yo ya le seguía en su peligrosa aventura (más que un programa tenía una aventura), y nos mirábamos sonrientes, observándonos, retándonos, mintiéndonos y admirándonos, yo a él, como si nos dijéramos:
—¡Ay!, qué putas somos, Umbral.