Podríamos decir que el mejor regalo para un urbanista es hacer un viaje por el centro de Europa, por ejemplo Berlín, y otro por New York o por Tokio. No es que nos tengan que enseñar muchas cosas a los españoles estas ciudades tan saturadas, sino que simplemente son símbolos fáciles, donde tenemos que mirar mucho para aprender, fijarnos en sus ideas, poner en valor lo que en España está mejor que es bastante, y observar lo que ellos han logrado en amabilidad de uso.
Dejamos fuera la clásica pregunta de si nos cambiaríamos a vivir allí, pues en casi todos los casos donde mejor se está, en en nuestra cueva particular. No hay que viajar en búsqueda de mejores destinos fijos, sino en mejores recuerdos, en llenar nuestra memoria de vivencias diferentes.
Pero viajar supone ver otros urbanismos, otros parques, calles o soluciones. Y también otras gentes, otros locales de todo tipo, otros comercios cada vez más iguales entre sí, otros barrios.
Una ciudad no se ve en su centro, pues en esas zonas cada vez se parecen más unas ciudades a las otras; se ven en sus barrios, en sus cementerios o mercados, en sus bares o en sus rincones menos concurridos.
Viajar supone conocer también esos lugares que (casi) nunca salen en los libros, estar en esos locales que alguna vez te dicen en un programa especial o en una crónica de sabores. Viajar es ver a las gentes moverse y saber mirarlas sin ser visto. Visitar sus universidades, sus bibliotecas, museos, tiendas de pan, mercadillos de viejo, sus orillas de ríos o sus parques de barrio.
La imagen es de junio 2017, de una mañana nublada en New York, cuando los edificios más grandes se esconden entre la niebla.