Un día Francisco Umbral, según el mismo contó en Amores diurnos, necesitaba una flor para la solapa y le pidió a una niña, con risa de recreo de monjas, la flor de su vulva con el tallo vaginal. Con tan rosada flor en la solapa asistió a una cena donde había académicos. Pero fue el Nuncio de Su Santidad el que le dijo: «Pero si eso que lleva usted en la solapa es un coño». Tal vez por esa historia y otras parecidas Paco se murió sin entrar en la Academia, aunque decía que el académico es un señor que al morir se convierte en sillón. No entró él, ni el lenguaje de nuestra generación, ese torrente de vocablos.
Francisco Umbral fue el que meó más lejos en la invención del nuevo castellano, el que convirtió el encargo en inspiración. Murió sin entrar en el asilo de las palabras, pero pervivió su sinfonía, la de un periodista abstemio y sin carné, en el tiempo del «hombre breve y longevo de El Pardo» y en los años dorados de la libertad. Oreó el castellano, le dio marcha, mogollón, anfeta.
En los años 60, pobre y dandi cuando yo lo traté, bebía leche, era aficionado a las gatas, tenía la tensión como un soldado y el nardo como una piedra. Vino a incendiar el idioma en la ciudad absurda, brillante y hambrienta. Llevó el castellano a la cima con su caos y su criminal melancolía. Le dieron el Premio Cervantes en Alcalá de Henares y desfilaron delante de él los paracaidistas. Tenía pavor al tópico, jamás utilizó un adjetivo promiscuo, fue el predador de mitos, el ángel exterminador de los mitos. Y ahora se ha ido muriendo y escribiendo porque para él no había diferencia entre el resuello y la escritura.
Camilo José Cela, que sí fue de la Española, me llamaba como un sargento, y me dijo cuando me acerqué a él en ABC durante la entrega de los Cavia: «Paco se nos muere». Dos meses después palmó Cela.
Muchos meses después vi a Paco en el Ritz y lo tuve que sacar casi a cuestas mientras España (esposa de Umbral) buscaba un taxi bajo la lluvia; le temblaba todo el cuerpo, no andaba, no oía, no veía. Siempre tuvo mala salud. Se enrollaba en papel higiénico para protegerse del frío y de la vulgaridad, iba envuelto en un vendaje. «Yo soy una momia fecal».
Nunca superó el frío del nacimiento ni la angustia del destete de una madre que confundió siempre con su tía. Su complejo de hijo de soltera fijó su psiquismo, su anorexia, sus neurosis gástricas. Su angustia, su frío, su apetito de muerte y de gloria, relacionado con la desnudez del tegumento, siguieron toda la vida a este lacaniano lleno de fantasías que buscó el paraíso perdido anterior al nacimiento. El frío, el desamor, rodearon su largo y blanquísimo cuerpo con kilómetros de papel de váter. En Umbral, el tabú de la madre fue la ley primordial de su vida.
Lo he visto en los últimos meses en compañía del Duque de Lugo, Natalia, Carmen Rigalt, Inés Oriol, Antonio Casado cuando empezaba a írsele la olla y nos contaba que España había trabajado en una película de Almodóvar con gran éxito de crítica y de público y cuando odiaba a Marichalar, al que adoraba, porque sentía celos de sus conversaciones con España.
Madrid fue su territorio, su Valle de Salinas, su geografía literaria y yo fui a veces su colega, aunque para decir la verdad nunca se fió de mí, siempre me vio como a un gitano que le iba a chorar chorvas o palabras. Decía que había estado en muchas ciudades pero en realidad su odisea, su biografía, su alambre, está entre Valladolid y la dacha de Majadahonda. En ese periplo fue, como él mismo decía, un escritor en progresión que siempre caminó hacia mayores libertinajes de pensamiento y estilo, «dejando atrás el compromiso burgués de lo que quiere el gran público, que es público porque ni siquiera sabe lo que quiere».
Aprendió de Ortega que el que no se atreva a innovar no debe atreverse a escribir. Madrid fue su gran personaje, repetido hasta el infinito en su obra. Desde las calles de Madrid vio los moros en el entierro de Franco camino del Valle los Caídos.
En el (Café) Gijón de los 60 fue cronista del desbrague y evangelista de la Santa Transición.Compartí junto a él noches de whisky, días rojos, perfumados con sexos de mujer, por los desfiladeros de las vaginas. Vi cómo describía, embelleciéndolo, el Madrid de fumata de morfa, whisky, hostias, desmemoria y resacón que tan bien retrata en Madrid 650, extendida, con su cielo propio gris plata por los viejos de tobillos hinchados, mendigos con edemas, ciegos zumbados, picados, follados.
Lo acompañé menos en las noches de cena en los grandes palacios y en el fondo confuso de las genealogías, entre el silencio de los caballos de Tiziano. Insisto, me quería pero no se fiaba de mí.
Lo nuestro empezó en la barra del Café Gijón. Luego él lo contó a su manera. Dice que como Baudelaire a su amigo, me dio un abrigo, una amante y un trabajo. Es verdad que le sustituí en Eurofoto de Gianni Ferrari, cuando a él lo llamaron a Cultura Hispánica. Cuenta en Travesía de Madrid cómo nos metimos 10 en un taxi, del café a la casa del muerto César González Ruano, y «entonces Raúl del Pozo, gitano de buena prosa, dijo la frase definitiva: 'Pensar que no nos volveremos a divertir tanto hasta el día que se muera Azorín'».
Siempre fue el biógrafo de sí mismo, los demás, incluso el Rey o Cela, eran personajes secundarios. Le conocí poco después de que llegara de Valladolid, donde fue botones del Banco Central, en un autocar gris, maleta de soldado, cuando robaba papeles Galgo y escribía en una máquina Underwood, con una carta de recomendación para Adolfo Suárez.
No lo traté en la niñez, cuando se fraguó su escritura y su ingenio, cuando era un niño en Valladolid que cazaba lagartijas y robaba el lazo de las niñas y, según él mismo, se hacía pajas, peras, gallardas y gayolas. Desde entonces le seguí hasta las últimas cenas en Sexta Avenida, el Umbral de Majadahonda, sonámbulo, poblado ya de confusiones.
Han sido 40 años de amistad, biografías paralelas, los mismos lugares, a veces las mismas vaginas. Hemos compartido la paternidad literaria de Cela, el ogro de Iria, que le consideraba su heredero literario.
Noches de Oliver, noches de discoteca, noches, noches, cuando la poetisa de moda le llamaba Follamadres, cuando pasó de los vasos de leche al Chivas con optalidón. Comí con él en Carmencita, en El Comunista, en Gades, compartimos muchas noches el diván rojo de Oliver. Era el más. Se le aparecían los libros como las vírgenes.
Relató cómo aquel militar de montera entró pegando tiros al techo isabelino, y luego «se paseó por el hemiciclo como el vigilante cabreado de unas obras». Hizo de todo menos montar en globo. Le contó a Eduardo Martínez Rico en Las verdades de un mentiroso ilustre: «Hice una campaña de la gaseosa, de La Casera, que era la hostia. Todavía me acuerdo: parece cosa de brujas que tenga tantas burbujas». Ni un día sin línea, ni un día sin periódicos, ni un día sin pan, ni un día sin amor, ni un día sin memoria; él sólo es, como dijo el Rey su gallo, una biblioteca.
Me despido de ti, el que fue tu amigo de Carmencita al Bodegón, recordándote el día del coño en la solapa, con el vaticinio de Shakespeare: «Contra la muerte y toda enemistad del olvido, saldrás adelante; tu alabanza encontrará espacio en los ojos de toda posteridad».
RAÚL DEL POZO, 2007
«Hay una voz, la voz de la agonía, que la llevamos dentro toda la vida; entre el registro de nuestras voces, hay una voz que sólo aclara la muerte. Todos llevamos esa voz dentro, esa octava que no sabíamos, la voz de otra, esa otra que es la muerte, voz falsa y teatral -los cementerios son teatro- con que nos despediremos del mundo».
FRANCISCO UMBRAL