Keynes dijo en el año 1930, que sus nietos solo trabajarían 15 horas a la semana y acertó de pleno. Han pasado 85 años y no hay trabajo más que para 15 horas a la semana. Algunos trabajan 50 horas y otros muchos ninguna.
De los que no trabajan ninguna, la mayoría lo hacen por imperativo laboral pues nadie les quiere dar trabajo, y otros lo hacen porque logran los beneficios de los que trabajan para ellos muchas horas.
Nada ha cambiado en estos 85 años, excepto que las máquinas trabajan por nosotros, y los sueldos de estas máquinas se los quedan los que las compran. Y sí, efectivamente, los que las compran más los grupos financieros que las prestan o incluso las fabrican.
Es verdad que la globalización nos ha llevado a un punto positivo. Hay menos distancia entre países pobres y países ricos. Es indudable. Pero a costa de que hay más diferencia entre ciudadanos pobres y ciudadanos ricos. Estén en el país en que estén viviendo o trabajando.
En los años 70 a 90 del siglo XX (en Europa antes), todos conocíamos a los pobres de las ciudades y los pueblos. Ahora a los pobres los exportamos, los organizamos en grupos de trabajo, y ya podemos decir con tranquilidad que hay un oficio nuevo que manejan muy bien algunas mafias. Los pobres o esclavos 3.0 del nuevo siglo.
La globalización expande todo por todo el mundo. También la pobreza. También los cielos oscuros del futuro. Y eso, que parecería un primer camino para resolverla, se ha convertido en un nuevo camino para ampliar el esclavismo. Hasta que lo resolvamos, hay esclavos diseminados por nuestras calles. Algunos piden limosna con un bote de plástico, o arropado por una manta. Pero otros trabajan por 3 euros la hora si tienen suerte.
El sistema en vez de lograr trabajos dignos por decreto, busca ayudas sociales por decreto. Otro error que desde la izquierda aplaudimos como mal menor o como solución más sencilla.
El trabajo dignifica, pero no por el hecho de trabajar para otra persona que es quien se queda con la diferencia entre lo que producimos y lo que les costamos. El trabajo dignifica porque todas las personas nos tenemos que sentir útiles, válidos, ocupados en lo que nos gusta, capaces de estar orgullosos de ser seres humanos que viven dentro de una sociedad.
Lo malo es cuando la persona ha perdido esa dignificación que supone el trabajo. ¿Es posible recuperar en los jóvenes la dignidad laboral, si se les hace levantar a las 5 de la mañana para ir a trabajar a una empresa que es de otra persona, de un banco o de un grupo chino de empresas? No están entrando a trabajar cuando vitalmente se les espera, sino a los 30 años. No están entrando a trabajar para lo que se han preparado, sino para mierdas de contratos que están diseñados para suprimirlos en cuanto alguien estornude. ¿Es posible que un país pueda defenderse de sus vecinos, si cuenta con una sociedad así de poco dignificada y con una autoestima tan baja?