Contemplaba hoy los primeros 91 años de mi tía y pensaba en
los silencios que le acompañan, en su incipiente demencia, en todo lo que se le
ha ido borrado de la vida. Se acabaron las pilas, me decía yo mientras la miraba
tomarse una repostería de chocolate. Pero dentro habitaba ella, todavía repleta
de sus vivencias aunque ahora solo sean un recuerdo y que solo conocemos y en
parte los que estamos fuera.
Todos nos aferramos a vivir, a vivir mucho incluso, a no
compartir y menos a repartir. Todos creemos que esto es para siempre, pero un
día viene el “clic” y se apagan las luces de la libertad. Nos demos cuenta o
no.
En cruzaba su visión en mi recuerdo, apagada y distante ya,
con su vida real: una de las primeras mujeres que vendía en una gran tienda de
Zaragoza todo tipo de tejidos de punto, de ropa o de moda, desde los primeros años de la postguerra. Vendía mucho y le
pagaban mucho en comparación a sus compañeros hombres y mujeres (cosa rarísima, todo hay que decirlo). Hoy sus ahorros se los están quedando en la residencia de ancianos. Los
dineros que no quiso gastar y disfrutar los entrega mes a mes para sopas y
callistas. Jope.
Y como la conversación era complicada pensé en un momento en
el hombre que con los brazos en alto caía disparado en el estómago frente a un
tanque en El Cairo. Nadie sabe tampoco qué era horas antes de morir a manos de
un imbécil asesino. Podría ser un profesor lleno de cultura, un vendedor de
pastelería, un limpiador de coches, un mecánico electricista. Era alguien
importante para los suyos y sobre todo para él. Pero no era nadie para su
asesino, militar, por supuesto.
Valemos lo que somos capaces nosotros mismos de reconocer
que valemos. Mientras nosotros mismos seamos capaces de reconocernos, valemos
para algo. Cuando ya no sabemos distinguir al sobrino de la nada, es que
simplemente ha bajado el telón aunque sigamos alimentándonos de sopas.