No es fácil
entender por los católicos que el Papa renuncie a su trabajo, nombrado (dicen) por
designio divino con intersección del Espíritu Santo. La sensación desde fuera
es que se esconde algún motivo no aclarado, que impide saber la realidad. El
ejemplo de Juan Pablo II, gravemente enfermo pero aguantando hasta su
fallecimiento, es el más cercano para indicarnos que no es lógico en el papado
las dimisiones, si no son forzadas.
Pero lo
importante es que ahora se abre un periodo complejo, en donde se van a volver a
pelear dos tendencias católicos (el menos) bien distintas, para hacerse con un
poder increíble.
No quiero
nombrar a grupos muy potentes que han martilleado entre las catacumbas de una
iglesia herida, no quiero hablar de las debilidades manifiestas de unos católicos
progresistas cada vez con menos fuerza dentro de una iglesia que busca el
integrismo, algo que parece de moda entre casi todas las religiones potentes.
Quedamos muy
pocos —por edad— que recordamos una iglesia católica abierta a la calle, a los
pobres, a los que sufren, a los obreros, a las adaptaciones junto a la sociedad
que toca vivir. Muy pocos recordamos ya a Juan XXII o Pablo VI. Pero es posible
entender otra iglesia católica, ya lo creo que sí.
Si la
dimisión forzada es provocada por algunos poderes ocultos, nos gustaría conocerlos
para traerlos hasta España y dejarles trabajar entre tanto político que se ata
a sus sillones. Y para que también los conozcan los que tienen que elegir nuevo
Papa y así no equivocase otra vez con figuras de escaso peso personal y de
grupo, que no sepan liderar un poder mundial mucho más potente de lo que
podemos imaginar desde fuera de él.