Hablaba hoy con un buen amigo político y personal, sobre la
participación de las personas, de la sociedad, en sus asuntos públicos, hasta
qué punto deben participar y qué debemos hacer para propiciar esta cooperación
y sobro todo aportación de la sociedad hacia los asuntos públicos que nos
afectan a todos.
El ejemplo más sencillo me lo trasladaba mi buen amigo con
una dirección web, “Irekia” que ha puesto el Gobierno Vasco para conocer
opiniones y propuestas de sus ciudadanos, en una especie de foro al alcance de
todos, para interactuar, conocer, intercambiar, reclamar o contribuir que su
territorio sea mejor y más cercano a lo que necesita su sociedad.
Alguna vez (mi amigo y yo) hemos propuesto ideas de este
tipo, cercanas a foros con distinto control y uso, y siempre ha surgido el gran
debate: “¿hasta donde?, ¿para qué?”; y la gran duda: “¿Se puede controlar o se
nos escapará de las manos? ¿es necesario fiscalizar las intervenciones para que
haya una limpieza de insultos? ¿qué hacemos con los troll que quieren controlar
estos procesos sin aportar nada positivo?”
El Gobierno Vasco parece que lo tiene resuelto, entre otros
motivos por que seguro, hay unos moderadores a tiempo completo y unos modelos
de aprobación de comentarios y entradas, con criterios de calidad y sentido
común. Quien crea que esto es censura se equivoca de proceso de participación.
¿Les interesa a los políticos la participación ciudadana?
Pues si y no. La desean para recoger ideas, para adivinar qué quieren la
personas, pero a la vez desean controlarla y sobre todo dimensionarla.
Desearían que fuera como un interruptor que se puede bajar o subir a gusto de la temperatura de la habitación. La desean para asuntos que controlan pero la temen para asuntos en los que se juzga su gestión, sus ideas, sus maneras o nombramientos, sus controles, sus economías o modos de trabajo.
Desearían que fuera como un interruptor que se puede bajar o subir a gusto de la temperatura de la habitación. La desean para asuntos que controlan pero la temen para asuntos en los que se juzga su gestión, sus ideas, sus maneras o nombramientos, sus controles, sus economías o modos de trabajo.
El político desea que el color de las farolas sea del que
quieren la mayoría de los vecinos, pero no desea que le digan si se deben
servir canapés del restaurante de moda tras la entrega de los premios. Esto,
por poner ejemplos tontos.
Pero cuando hablamos de “el político” no estamos hablando de
“los políticos”, pues estos somos muchos más y muy diversos. Curiosamente en la
medida en que “los políticos se van convirtiendo en “el político”, todo se
torna más apagado, con menos luz, con menos ganicas de abrirse. Gran error.
Cuando más solo está ante el poder, menos ganas de ser ayudado y fiscalizado.
Pero las formas y sobre todo los fondos están cambiando. O lo que es lo mismo.
Necesitamos hacer un “reset” a todo esto para que cambie de verdad o dejaremos
de creer en lo que hemos ido formando. Los primeros que no quieren que esto se
inicialice como un sistema que se ha quedado desbaratado son los que están en
el poder, es decir los responsables de que estemos así ahora. Pero incluso los
que no mandan pero están en las cimas del poder no quieren que todo se abra.
Bueno, disimulan a veces, lo dicen en boca pequeña para que no entren moscas,
pero poco más.
La participación ciudadana no es la panacea y hay que avisarlo.
La participación es el primer estado de la afección, de la implicación, del
deseo de trabajar por la política. De momento creo que hay que cambiar el
concepto de “la política” y aprender de los griegos para tras resetear el
sistema volver a valorar el trabajo de la política. Vamos a recoger unas
palabras de Aristóteles en su libro “La política”.
La comunidad perfecta
es la polis..., surgió para satisfacer las necesidades vitales del hombre, pero
su finalidad es permitirle vivir bien... El hombre que, naturalmente y no por
azar, no viva en la polis, es infrahumano o sobrehumano.
Entrar en política era de civilizados, de ciudadanos que
empezaban a agruparse en sistemas más complejos que las aldeas dispersas, en
pequeñas ciudades que necesitan dotar de calidad la vida de sus ciudadanos.
Vale, vale, había esclavos y las mujeres no tenían voz ni voto, de acuerdo,
pero tampoco había iPad ni sopas de sobre.
Si los griegos tenían la Ecclesia en donde participaban
todos los ciudadanos (si, no insistamos, los esclavos y las mujeres, no) en una
asamblea soberana en donde se hacían las leyes y se controlaba a los Consejeros
y Magistrados, se hacía la guerra o se firmaba la paz, se estaba creando un
sistema de orden y gobierno que ya entonces se conocía como democracia
(gobierno de los más o de la multitud).
Hoy han pasado siglos, sabemos que es complejo lograr el
éxito con una participación ciudadana sin normas básicas, como sabemos que
simplemente votar cada cuatro años no es que sea muy poco, es que no es nada de
nada.
En España hemos perdido algo tan sencillo como la
interacción del gobernante con sus ciudadanos. No se habla con ellos, no se
informa, no se comunica con calma y verdad, curiosamente cuando más sencillo es
hablar y comunicar. Y hemos recuperado el miedo de la Edad Media a que quien
está obedeciendo diga lo que quiere y no coincida con lo que se quiere hacer.
Somos la sociedad más y mejor formada nunca en la historia de la humanidad, pero
es cuando menos queremos saber lo que pueden opinar los ciudadanos. El político
no quiere saber lo que opina el ciudadano. Lo deja todo en manos de las
encuestas cocinadas, en porcentajes, en documentos disfrazados de verdades.
La participación es buena, pero es también algo que hay que
ir edificando según los tiempos. Y hay que darle sentido y valor. Y sobre todo
respeto. Hay grupos o asociaciones que se creen representantes de la participación,
pero en realidad son pequeños charcos cuando lo que necesitamos son cataratas,
grandes corrientes de agua traslúcida, en donde nadie manipule, simplemente
encuadre, seleccione, agrupe y trasmita. Un sistema abierto y trasparente,
limpio pero con un constante aviso de que los milagros no existen. ¿O existen?
Los ciudadanos saben admitir la sinceridad aunque sea dura. Lo que nunca
admiten en la mentira tramposos aunque sea positiva escucharla para tranquilizar.
Sobre todo por que ya somos maduros.