Me gusta la palabra “puchero”, me retrotrae a tiempos de niño, a pueblo, a cocina de leña, de fuego abierto junto al fogón o la cadiera. Me gusta sobre todo el puchero cuando se refiere al recipiente, a la olla negra incluso, al puchero de barro con fondo negro de aguantar el calor de leña o de carbón, con diminutas asas y gorda tripa.
Es cierto que también se llama cocina de puchero, a la cocina de cuchara, a los platos que se hacen dentro del puchero. Un similar a lo que sucede con la paella. Los cocidos, los guisos de mucho fuego despacito, de horas de trabajo moviendo y añadiendo poco a poco, es de lujo perdido. Y es también cierto según comentan que puchero viene del latín “puche” que debe ser cocer con harina, presuntamente para espesar los caldos.
No es posible escribir una receta de puchero auténtico, cada cocinera (y no cada cocinero) tenía su momento de fuego y de cariño. Ahora lo subo, ahora le bajo la fuerza, luego añado las carnes, antes o después estas verduras y no las otras, luego las especies, la sal, algo de agua, revuelvo, un poco más de sal, algo de acelga o de arroz, y sobre todo mucho amor.
Queda para el final el protagonista de la palabra “puchero”, la que ha tenido razón de que hoy hable de ella aquí. Los movimientos de cara que hace un niño cuando quiere llorar pero todavía no se atreve. Los célebres pucheros que me han recordado al puchero de cocina.