13.2.09

Fútil existencia. Pequeño relato de un narrador dios.

Bonifacio Mendoza abrió los ojos, despertando de un plácido sueño por ultima vez, una fría y dulce mañana de enero.

El despertador seguía sonando aun cuando ya estaba en el baño repasando delicadamente cada espacio de su boca con el cepillo de dientes. Se aclaraba la cara y sentía de nuevo el aire enfriándole los pómulos. Contrajo y estiró varias veces los músculos faciales en un intento rápido de despertar, y cerró la puerta del baño mientras bordeaba la cama para calmar el intermitente pitido del despertador.

Unos minutos más tarde estaba de pie, apoyado en la mesa de la cocina bebiendo el café cortado de cada mañana mientras cambiaba impulsivamente cada canal de televisión. Estaba ya vestido con el usual traje del trabajo, de color castaño claro, y repasaba mentalmente lo que tendría que realizar ese mismo día mientras daba gracias a la nada.

Una vez ya en el coche y de camino al trabajo, bostezaba de vez en cuando y repetía de nuevo los ejercicios faciales en un ademán de sentirse plenamente despejado. La radio anunciaba y comentaba las noticias que mucho más tarde vería en el noticiario mientras cenaba. Y el coche seguía autómata las ordenes de su amo y señor, el freno frenaba y el acelerador aceleraba, mientras Bonifacio se preguntaba por el mecanismo que realmente avanzaba y paraba el armatoste metálico que lo envolvía, gracias a unos simples pedales que ni por asomo deberían llevarse el merito de resumir el proceso.

Para no aburrir, diré simplemente que el señor Mendoza asistía a reuniones y firmaba documentos que previamente no leía mientras leía documentos que no necesitaban de su firma. Su asistente personal le llamaba por el interfono y le saludaba gracilmente y sus jefes le miraban con altas expectativas y miradas de aprobación. Tras diez horas aburridas podía decirse mentalmente que ya había acabado su jornada laboral, y volvía a casa con la conciencia de haber aportado algo a su vida.

Entró en su casa cuando ya anochecía, pues en invierno el sol no dura mucho frente a las imperiosas estrellas que acuchillan el celeste y lo tiñen de oscuridad.
Sin embargo, cuando Bonifacio dejó las llaves del coche en el llavero de la entrada, o cuando se quitó el abrigo y el traje para cambiarse de ropa, o quizás fue cuando se miró en el espejo intentando entrever lo que yo ya intuía, el señor Mendoza se dio cuenta por primera vez en su vida, de que no era realmente quien creía ser.
No era Bonifacio Mendoza.
Eso era tan solo el nombre que resumía toda su existencia, tal como el pedal resumía el mecanismo de acción.
Él era mucho más.

¿Qué mecanismo existía escondido tras su cuerpo permitiéndole caminar?
¿Y si existía alguien que le manipulaba?
¿Qué era realmente Bonifacio Mendoza, sino una ilusión de si mismo?
¿Tenía realmente aquello que él llamaba libre albedrío?

Comprenderán ustedes que debí matarlo, no solo por la integridad de la existencia, sino porque, para que negarlo, temía que descubriera tarde o temprano al que movía los hilos de su vida. Temía que en un atisbo de locura matara al titiritero que necesita de su esencia vital para existir.
Temía que matara a su padre.
Al narrador.
A mí.