La autocensura es la forma más asquerosa de censura que existe. Bueno, excepto la violenta, claro. Cuando nosotros mismos somos los que nos coartamos la libertad de opinión, de expresión, de decisión, estamos dejando de hacer algo importante, cercenando la posibilidad de que algo crezca y se desarrolle, tome vida y libertad.
La libertad tiene que ser total, pero…
…pero a veces, inevitablemente, es necesaria esconderla un poquito para cuidarla.
El silencio público no es contrario al silencio privado, no es contrario a la utilización de los mecanismos necesarios para “hacer cosas”.
No todo se debe decir en voz alta, no todo se debe hacer con luz y testigos, porque en todo tipo de partidas de ajedrez, las jugadas sólo se conocen según se van realizando, nunca se le avisa al que tienes sentado enfrente de la mesa, qué es lo que buscan con ese movimiento tonto, qué es lo que exploras con esa pérdida de calidad o de pieza.
El contrario, al que se le supone una inteligencia igual a la tuya, debe detectar los futuros movimientos, esas son las reglas del juego, y debe saber defenderse de tus ataques. Pero en este caso como en muchos otros, el silencio y el trabajo intelectual soterrado tienen que ir acompañados el uno del otro.
La autocensura es una barbaridad mental a veces inevitable.
El trabajo en silencio es el antídoto que evita la autocensura.
Gracián, Gracián, siempre Gracián.