Yo no he tenido nunca pueblo mío, y eso es una pérdida mental importante, se lo aseguro. Mi padre tenía y de pequeños nos llevaba a veranear cuando los meses de fiesta escolar lo permitían. Aquellos contactos con las gallinas, con los cerdos y el burro, aquellos viajes en remolque a segar o a trillar y aquellas meriendas en el campo no se olvidan jamás. Era otro mundo lleno de otra vida.
Aquel ir a pescar cangrejos, perdernos por el soto escuchando los ruidos de los zorros o empezar a entender las diferentes hierbas que da el campo, es una escuela de vida increible.
Los pueblos se están quedando vacíos, incluso en silencio diría, y con ellos perdemos una manera de vivir, de entender los tempos de las cosas que nunca más sabremos recuperar. Vacíos sobre todo de actividad natural, aunque los fines de semana se llenen de personas que quieren descansar o cambiar.
Aquellos sabores y olores, aquellos frescos a la caída del sol con olor a hierba o aquellos crepitares de las ramas en la hoguera mientras esperaban las sardinas, quietas ellas porque ya no se enteraban y las bocas se llenaba de vino clarete en porrón…, no se repitan tanto, porque no hemos sabido elegir bien.
¿Recodáis el sabor del chorizo de olla o del cocido con bola o de los torreznos bien fritos y crujientes? ¡Qué suerte tenéis, puñeteros, si todavía podéis vivir algunos momentos así!