Se (yo) esperaba mucho más de Francisco I, el Papa que algunos quisieron llamar Rojo o Comunista para desprestigiarlo, simplemente por querer avanzar en el famoso y ya viejo Concilio Vaticano II. Precisamente esos calificativos lograron que nunca fuera un Papa rompedor, o al menos rompedor con sus acciones y no con sus palabras.
No es lo mismo predicar que dar trigo, y Francisco I predicó mucho en discursos diferentes, señalando barbaridades, injusticias, muchas veces realizadas por Católicos que se creían con derecho a entrar en sus propios cielos. Pero no siempre supo o pudo hacer cambios bien asentados, para convertir las labores apostólicas en algo separado de los poderes de los que reconocemos como Poderosos.
Además de viajar mucho y bien y eso es cierto, abriendo países o culturas y sociedades al cristianismo, modificó pocas cosas importantes que hayan quedado ya ajustadas a la Iglesia Católica del siglo XXI.
Y sí, asumo que la maquinaria de la Iglesia es un tanque tremendo con un poder mucho más elevado que el de un hombre elegido Papa. Pero de eso se trataba.
Es cierto que impulsó una Iglesia más inclusiva y consultiva, promoviendo la participación de laicos y mujeres, así como la descentralización del poder eclesiástico. Reformó ligeramente la Curia Romana para hacerla más eficiente y transparente, y otorgó responsabilidades inéditas a personas cercanas pero no clérigos y colocó a mujeres en cargos jerárquicos.
También supo fortalecer algo los protocolos internos de la propia jerarquía eclesiástica para sancionar a los responsables de abusos sexuales, para prevenir el encubrimiento futuro de casos de abuso, estableciendo normas claras de rendición de cuentas para obispos y superiores.
Incluso destacó en su labor por su preferencia hacia los pobres, los migrantes y los excluidos, colocando la justicia social y la defensa de los más vulnerables en el centro de su mensaje y acción pastoral.
O impulsó una Iglesia más abierta, solidaria y comprometida con los desafíos contemporáneos, tanto internos como globales, viajando a 34 países que en algunos casos nunca habían sido visitados por la máxima autoridad católica.
Promulgó una constitución apostólica, la Praedicate Evangelium (en el año 2022), reorganizando la Curia Romana para hacerla más misionera, menos burocrática y más eficiente, dando mayor protagonismo a las iglesias locales y permitiendo que laicos —incluidas mujeres— puedan dirigir dicasterios (ministerios vaticanos), algo sin precedentes hasta la fecha.
Dio pasos concretos para la inclusión de mujeres y laicos en cargos de responsabilidad, aunque sin llegar a ordenar mujeres sacerdotes, impulsando una Iglesia más abierta, transparente, descentralizada, inclusiva y comprometida con los desafíos sociales y ambientales del siglo XXI. Más participativa en la teoría del día a día, algo que desgraciadamente puede retirarse con suma facilidad.
Pero muchas de estas decisiones teóricas pueden caer del lado contrario con excesiva templanza según quien le sustituya, pues no fueron decisiones asentadas con mano fuerte, sino aperturas ligeras, con mucha facilidad para dar marcha atrás.
Si el nuevo Papa es elegido desde una teoría eclesiástica similar a la de Francisco I, todo se podrá asentar, avanzando en los caminos emprendidos, sobre todo en unos años de complicado trabajo hacia las justicias sociales.
Es cierto que impulsó una Iglesia más inclusiva y consultiva, promoviendo la participación de laicos y mujeres, así como la descentralización del poder eclesiástico. Reformó ligeramente la Curia Romana para hacerla más eficiente y transparente, y otorgó responsabilidades inéditas a personas cercanas pero no clérigos y colocó a mujeres en cargos jerárquicos.
También supo fortalecer algo los protocolos internos de la propia jerarquía eclesiástica para sancionar a los responsables de abusos sexuales, para prevenir el encubrimiento futuro de casos de abuso, estableciendo normas claras de rendición de cuentas para obispos y superiores.
Incluso destacó en su labor por su preferencia hacia los pobres, los migrantes y los excluidos, colocando la justicia social y la defensa de los más vulnerables en el centro de su mensaje y acción pastoral.
O impulsó una Iglesia más abierta, solidaria y comprometida con los desafíos contemporáneos, tanto internos como globales, viajando a 34 países que en algunos casos nunca habían sido visitados por la máxima autoridad católica.
Promulgó una constitución apostólica, la Praedicate Evangelium (en el año 2022), reorganizando la Curia Romana para hacerla más misionera, menos burocrática y más eficiente, dando mayor protagonismo a las iglesias locales y permitiendo que laicos —incluidas mujeres— puedan dirigir dicasterios (ministerios vaticanos), algo sin precedentes hasta la fecha.
Dio pasos concretos para la inclusión de mujeres y laicos en cargos de responsabilidad, aunque sin llegar a ordenar mujeres sacerdotes, impulsando una Iglesia más abierta, transparente, descentralizada, inclusiva y comprometida con los desafíos sociales y ambientales del siglo XXI. Más participativa en la teoría del día a día, algo que desgraciadamente puede retirarse con suma facilidad.
Pero muchas de estas decisiones teóricas pueden caer del lado contrario con excesiva templanza según quien le sustituya, pues no fueron decisiones asentadas con mano fuerte, sino aperturas ligeras, con mucha facilidad para dar marcha atrás.
Si el nuevo Papa es elegido desde una teoría eclesiástica similar a la de Francisco I, todo se podrá asentar, avanzando en los caminos emprendidos, sobre todo en unos años de complicado trabajo hacia las justicias sociales.
Pero mucho me temo que los alcones o las urracas estarán muy atentos a elegir a un hombre flojo, impresionable, o a un hombre conservador que quiera mirar hacia los tiempos anteriores, en los que la propia Iglesia se sentía cómoda asumiendo el papel del Poder.